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.Eltragaluz, por supuesto, pero también la pila y los techos de inodoros y baños daban al aire libre, flanqueados por unapared que era la del edificio anejo y detrás había una abertura en semicírculo por la que se podía ver la alta tapia delteatro Payret, y si uno se empeñaba mucho, el cielo.Por ese acantilado trepó memorable un chimpancé un día: elpobre animal, maltratado por su domador entrenándolo en el patio del teatro, escaló todo el muro vertical y luegoaccedió a la azotea para bajar por la escalera de madera y pasearse, entre bamboleante y majestuoso, triste versiónhumana pero simio suficiente para crear el pánico entre las mujeres del edificio, muchas de ellas, sin embargo, bellasincapaces de sentir miedo por su virginidad en aparente peligro ante la bestia peluda.Esto fue lo que hizo recordableese retazo de pared.Aparte de la función de los baños, que era múltiple, estaba el tragaluz gigante, siempre atracti-vo por peligroso, donde un muchacho audaz (y de poco peso: yo también era de poco peso entonces y habría podi-do emular su acto, pero nunca me atreví) corrió un día sobre las maderas traviesas del marco de la tela metálica sobreel abismo urbano.Enfrentando el tragaluz había dos cuartos y al extremo izquierdo había otro cuarto.Pero nuestrocuarto dominaba la placita porque tenía una puerta grande (esta planta del edificio era de puntal muy alto), que sola-mente se cerraba en los pocos días que soplaba ese viento desconocido para mí en el pueblo: el norte, que bajabadel Cariada y, aseguraban algunos, del polo, por el boquete de la corriente del Golfo, ocasionando marejadas en elMalecón y frío en esa zona de una isla tan tropical.El resto del tiempo nuestra puerta estaba abierta y por las nocheshabía una puerta secundaria, muy parecida a la puerta vaivén de un saloon, precaria, que cerrábamos con un toscopestillo.La otra puerta, la que daba al pasillo, pronto ostentó una cortina, varias cortinas diferentes pero siempre conadornos florales.Mi madre se las arregló para pintar el cuarto de un tono lila que un día futuro, de visita Ricardo Vigón,que tenía tan buen ojo, al ver un ramo de flores artificiales (nunca supe por qué mi madre tenia tanta afición por lasflores artificiales, me imagino que sería porque eran producto único de la ciudad: en el campo no crecen flores depapel), rosa contra el lila de la pared, se quedó extasiado, sus ojos abiertos a la contemplación, declarando a la com-binación perfecta: «Es un matisse», fue su veredicto.Pero no he regresado al pasado para escribir unas memorias artísticas y así debo dejar fuera las tertulias literariasque llegaron a formarse con el tiempo en la zona de la placita que nos pertenecía por contigüidad con la puerta, nue-stro espacio cultural, ocupado por sucesivas reuniones: primero las reuniones de los amigos artísticos del pueblo,como Colás que tarareaba óperas completas (la cultura del pasado), luego por compañeros de mi padre en el per-iódico, literariamente inclinados, que tanto influyeron en mí, y mis amigos del bachillerato más tarde, intelectuales encierne (la cultura del futuro).Solamente quiero hablar del microcosmo de Zulueta 408, un mundo en sí, un orbe cer-rado (la cultura del presente entonces).Tengo que mencionar de pasada cómo cambiarnos el mobiliario ad hoc deMonte 822 por el juego de cuarto (ineludible frase comercial habanera que designaba una suerte de tresillo compuestode armario -llamado escaparate en La Habana-, coqueta -otra palabra habanera para designar una suerte de conso-la-tocador que mi madre acogió encantada, ya que como mujer política era muy emancipada y eso significaba en elpueblo la audacia de pintarse el pelo, untarse colorete y usar creyón de labios y una cama camera).No recuerdo si eljuego de cuarto fue adquirido (sí estoy seguro de que fue comprado a plazos) inmediatamente después de la muda-da o a los pocos meses de haber regresado a lo que se definía como nuestra meta, fin que era un eterno comienzo.SI recuerdo que la tosca mesa improvisada por el anónimo carpintero negro, hecha en silencio, desapareció en lamudada como un objeto perdido en la cuarta dimensión de la memoria -pero no iba a disiparse así nuestra pobreza,marcada ahora por la oscuridad donde antes siempre hubo luz.Como en una prisión el único bombillo de nuestracelda se apagaba a las diez de la noche: la corriente eléctrica era gratis en el solar que anunciaba mendazmente queera posible obtener allí cuartos gratis, pero las luces se encendían variables al anochecer y se apagaban incoercible-mente a las diez.Tardaron muchos años en que pudiéramos disfrutar la posesión de ese mágico difusor de culturapopular, llamado por un locutor «fuente de solaz y esparcimiento», que era un aparato de radio.Mientras tanto, comoen el orden de esta narración, me iba a contentar con la cultura del medio: la frecuentación de los vecinos, el establec-imiento de grados diversos de intimidad, superando mi timidez, el conocimiento de aquel laberinto habitado -Zulueta408, hábitat y destino.Che Sarrá, Sarrá.La primera persona que conocí fue inevitablemente el vecino más próximo, en este caso la vecina de al lado.Sellamaba Isabel Escribá, quien sin el acento cumplía en su apellido mi futura condena.Es muy probable que IsabelEscribá descendiera de catalanes (muchos cubanos llevan nombres catalanes) pero tenía las suficientes gotas desangre negra en sus venas para que su piel tuviera ese color yodado que yo asocio con ciertas bellezas jóvenes quevan mucho a la playa o tienen la misma mezcla negra y que no he visto en su plenitud más que en muchas muchachascubanas entonces y décadas después en varias bellezas brasileñas.Para mi Isabel Escribá era casi una anciana(debía de tener unos 45 años) vista desde mis doce, casi trece, años, pero hoy sé que había en su compañía la prome-sa retrospectiva de una mujer que fue muy bella, que sin duda gozó su plenitud y, lo que es más importante, fue muygozada.Ella dejaba saber, con el legítimo orgullo de una esposa, que habla sido la querida (es decir la amante oficial)de Domingo Rosillo y lo hacía con la seguridad de que todos sabíamos quién era Domingo Rosillo.Yo, por supuesto,no tenía ni idea.Debió de ser mi padre quien me adelantó la información de que Domingo Rosillo, entonces un hom-bre «ya mayor», era héroe y pionero de la aviación cubana: había atravesado, volando solo, el estrecho de la Floridaen 1913.Luego supe que Rosillo había estudiado aviación en Francia, cuando nadie lo hacia en América, y que suvuelo de sólo noventa millas pero plagado de peligrosas corrientes de aire, había sido un acto heroico, una hazaña.19La habana para un infante difuntoGuillermo Cabrera InfantePor la época en que conocí a Isabel Escribá, Rosillo era un antiguo amante, ella tal vez en su recuerdo (el de Rosillo)sólo una medalla más.Isabel Escribá (a quien comencé por llamar, siguiendo la costumbre del pueblo, doña Isabel,para su contrariedad: ella me prohibió tajante un día que la siguiera llamando doña) es importante para mí no sóloporque me sentía atraído por los restos de su belleza, algo similar a contemplar ruinas, sino porque conocía a unaverdadera querida.Había oído hablar a mi madre de las queridas (que se diferenciaban de las mujeres del pueblo quetenían amantes en que eran meras mantenidas), recogiendo la información al vuelo indiscreto mientras hacía comoque jugaba o más tarde pretendiendo estudiar, en sus conversaciones alrededor de la máquina de coser con sus ami-gas
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